domingo, 14 de febrero de 2010

[De la dificultad de no gustarle a nadie]






Nos vimos con cierta frecuencia e intimidad de 1940 a 1950. Mi recuerdo no es el de una simpatía mutua, pues, en el fondo, Gombrowicz era un ser lejano que flotaba en un aire más bien enrarecido. Aparte del hecho de que diera vueltas en torno de su órbita solitaria, era capaz, en el momento de sus apariciones, de dar pruebas de un talento único para desagradar. Hubiera podido escribir un libro sobre el arte de caer en desgracia. Creo que González Lanuza (escritor argentino) ha inventariado cien maneras de hacerse querer; Gombrowicz hubiera podido describir doscientas maneras de resultar desagradable. No hacía como algunos aristócratas que se muestran groseros durante dos minutos para librarse para siempre de una persona molesta sino que, a veces, se entusiasmaba con sus maniobras de autodefensa y era capaz de alienarse con personas que podrían admirarlo y ayudarlo. Ese demonio nunca lo abandonó.
Era brillante y, sin ninguna duda, profundo. Pero su estilo de vida y su obra tal vez no le permitieron demostrar en aquellos momentos toda la profundidad de la que era capaz. Cuando no buscaba a cualquier precio ser espiritual, desbordaba de talento y de ingenio. A nosotros, sus amigos, nos parecía que no tenía derecho a desperdiciar su talento –que en ocasiones rozaba el genio– en los cafés.
Me gustaría añadir que nunca lo he oído quejarse. Este hombre que había escrito Ferdydurke, que lo había perdido todo, encontraba probablemente más gracia y más lógica que nosotros en su propia vida. El aristócrata podía ser incisivo, excesivo, antipático, pero no podía ser amargo. Su respuesta no era el gruñido, ni la irritación, ni la resignación; su respuesta era Gombrowicz.