Coelho, muy sonriente, firmaba autógrafos a un grupito de cinco o seis personas que acababan de descubrirlo. Como nadie llevaba encima ninguno de sus libros, Coelho, siempre cortés e inmutable, debió estampar su firma en una caja de cereales, en una agenda, en un ticket, en el dorso de una mano sin venas y, después de una carcajada, en la primera página del ejemplar de una novela que le había alcanzado un chico de origen nipón (…), había salido del paso con una sonrisa y firmado el ejemplar de la novela de Gismonti de buena gana, como si no le importara nada.
Qué lejos estaba él, Saupol, de la humildad del triunfador. Aún después de haber desplazado a Coelho do todos los rankings, seguía sin desprenderse del afán de ser único. Se lo tomaba todo demasiado en serio, como si no tuviera otra cara. (E incluso otro sexo). Ni siquiera Irina, comiéndole los genitales, ni el brujo, cauterizando la herida y cerrando toda posibilidad de reconstrucción futura, habían conseguido disolver el deseo de convertirse en un escritor en serio, honesto y particular. Irina se lo había tenido que comer en busca de un poco de verdad. Al comérselo le había otorgado una cierta singularidad, de acuerdo; por no alcanzaba con llevarla encima, no era suficiente; además tenía que ponerla sobre papel.