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Es verdad. Saupol tiene algo de Soames: la aspiración a ser deseable después de la muerte. Ese deseo puede ser una fuente inagotable de comicidad, y también de dramatismo. Enoch Soames es a la vez un relato cómico y dramático. Claro que Soames es arrogante, apagado, un mal poeta de la categoría de los malditos, y Saupol es chispeante y feliz. Lo tiene todo. Sin embargo los dos hacen la misma operación: Soames le vende el alma al diablo a cambio de un viaje a una biblioteca del futuro para ver si sus libros todavía existen, y Saupol se hace pasar por muerto para ver qué se dice de él. “Destrúyete, para transformarte en el que eres”, decía Kafka con ese humor tan típico suyo. Pero Saupol no quiere ser el que es. Saupol es moderno: lo único que quiere es saber cómo lo ven. Es una pequeña diferencia. Soames vive en la época de la mitología del escritor eterno. Saupol es contemporáneo y eso ya no le importa. De hecho, su interés por el futuro no va más allá de un par de semanas. En el fondo ni siquiera le importa su obra. Le importa su propia persona, su imagen. Y eso, tan común en un montón de escritores actuales, se termina convirtiendo en un infierno, en una verdadera pesadilla. Ahí empieza la novela.