El hombre que mata a
un hombre, mata un hombre. El hombre que se mata, mata todos los hombres; por
lo que a él le concierne, arrasa con todo el inundo. Su acto (simbólicamente
considerado) es peor que cualquier rapto o cualquier atentado con dinamita.
Porque destruye todos los edificios e insulta a todas las mujeres. El ladrón se
satisface con diamantes; pero el suicida no: ese es su crimen. No puede
ser atraído ni por las relumbrantes piedras de la Ciudad Celestial. El ladrón
hace un cumplido a lo que roba, aunque no al robado. Pero el suicida al no robarlas
insulta a todas las cosas de la tierra. Desprecia a cada criatura, más
insignificante del cosmos, su muerte significa una sonrisa burlona y
despectiva.
El crimen de ese
hombre es diferente de otros crímenes porque hace imposible hasta el crimen. Más
o menos por ese tiempo, leí una solemne charlatanería de algún libre pensador:
decía que el suicida era lo mismo que el mártir. Esta falsedad contribuyó a
aclarar el asunto. Evidentemente el suicidio es lo opuesto al martirio. Mártir
es un hombre tan interesado en algo externo a sí mismo, que quiere ver el fin
de todas las cosas. Uno desea que empiece algo: el otro desea que todo termine.
En distintas palabras, el mártir es noble precisamente porque (a pesar de que
renuncia al mundo y rechaza a la humanidad), proclama este último lazo con la
vida; pone su corazón en algo fuera de sí mismo: muere para que algo viva. El
suicida es innoble, porque no tiene ese lazo con la existencia; es simplemente
un destructor; espiritualmente destruye al universo.