jueves, 28 de julio de 2011

[soy profesor denuncio al mundo y me pagan]

Como todo dispositivo, la identificación biométrica captura también, de hecho, un deseo más o menos inconfesado de felicidad. En este caso, se trata de la voluntad de liberarse del peso de la persona, de la responsabilidad tanto moral como jurídica que ella comporta. La persona (tanto en su aspecto trágico como cómico) es también la portadora de la culpa; y la ética que ella implica es necesariamente ascética, porque está fundada en una escisión (del individuo en relación a su máscara, de la persona ética en relación a la jurídica). Es contra esta escisión que la nueva identidad sin persona hace valer la ilusión, no de una unidad, sino de una multiplicación de máscaras. En el punto en que enclava al individuo en una identidad puramente biológica y asocial, le promete dejarlo asumir en internet todas las máscaras y todas las segundas y terceras vidas posibles, ninguna de las cuales podrá pertenecerle jamás en sentido propio. A ello se suma el placer, rápido y casi insolente, de ser reconocidos por una máquina, sin la carga de las implicaciones afectivas que son inseparables del reconocimiento operado por otro ser humano. Cuanto más ha perdido el ciudadano metropolitano la intimidad con los otros, cuanto más incapaz se ha vuelto de mirar a sus semejantes a los ojos, tanto más consoladora es la intimidad virtual con el dispositivo, que ha aprendido a escrutar su retina tan en profundidad. Cuanto más ha perdido toda identidad y toda pertenencia real, tanto más gratificante es ser reconocido por la Gran Máquina, en infinitas y minuciosas variantes (...)