sábado, 13 de agosto de 2011

 
¿Como puede ser que no despierte el estallido del fervor y la vehemencia pensar en temas tan hondos y tan cotidianos como la existencia, la muerte o la vida? Es que la filosofía ya no se refiere a aquellos temas que suponemos son suyos, sino que la pasa navegando en disquisiones menores, vulgares y accesorias que hacen a la mera instrumentalidad del pensamiento; que se ocupa de su propia lucha interna sobre sistemas y posturas que combaten unas contra otras para hacerse de un prestigio que aún decadente es apetecido por aquellos que han heredado su administración. Un entretenimiento de parroquia donde las discusiones no son sobre los temas de fondo sino sobre como poder establecer la autoridad de la corriente en la que cada uno se atrinchera para exibirse.
Ocuparse de vigilar ortodoxias y de refutar afirmaciones ajenas en base a la confrontación de intríngulis formales sobre los grandes y pequeños "sistemas de pensamiento" que al final colapsan unos contra otros sencillamente porque no pueden verse en la espesa niebla del aislamiento con el que fueron concebidos, es la peor condena de una filosofía que ha olvidado que su naturaleza nunca debió desobeceder el mandato de filosofar. El resultado es una confusa y detestable continuidad de diálogos de sordos, de la flagrante imposibilidad de entenderse porque no se cumple el mínimo requisito de saber de lo se está hablando. La filosofía no es esa desapasionada ejercitación del vano orgullo intelectual como nos quieren hacer creer, como si fuera un deporte de reyes aplomados y aburguesados, sino que se puede teñir de las características del carácter humano, habrá filosofía apasionada y encendida desde el fuego voraz de las pasiones como puede que también la haya desde la calma o la contemplación.