domingo, 15 de abril de 2012

Por ejemplo, es un problema grave que la crítica literaria se niegue a establecer valoraciones sobre los textos. Hace poco reseñé Los prisioneros de la torre, de Elsa Drucaroff, donde decía que la crítica que hace valoración es una crítica patovica. Hay críticos que no valoran o valoran mal: Quintín, Sarlo, Ludmer, tienen muchas dificultades para establecer valor en la literatura contemporánea y una mala o nula lectura de poesía. Ellos, junto a muchísimos otros críticos y centenares de periodistas y reseñistas, cuando se enfrentan a una novela publicada este año o el año pasado, no están en condiciones de determinar si efectivamente significa un avance o un retroceso, si es moderna o anticuada, si las formas expresivas están de acuerdo o no con la sensibilidad más avanzada de una época.
 Lo interesante en la figura de los esclarecidos es que creen que el cinismo todavía es una manera contemporánea de relacionarse con el presente y con los demás, lo que podría caracterizarse como una resistencia a aceptar que haya terminado el consenso de Washington. El cinismo es una tónica que se usa mucho para escribir —como por ejemplo, Houellebecq, un autor que defenestro, que es lamentablemente malo— y consiste en una postura que se niega a percibir un acontecimiento. “No pasa nada” es el discurso del cínico. Coincido con el análisis de Zizek, el cínico es un iluso que cree que los demás creen. Necesita de una pandilla, de una masa de ingenuos para poder desarrollar su propio discurso. Y en la literatura argentina suele ser una forma de evitarse problemas técnicos: cuando hay que resolver la construcción de un personaje o cuando hay que elegir bien las palabras, se adopta una postura cínica, se ríe de todo y se terminó el problema. Lo que pasó ahí fue que se evitó el desafío de que el libro se convierta en un acontecimiento. Es la manera de aferrarse al reino del circo constante. No hay ningún gesto ético que se pueda sostener. Esto se puede encontrar en los escritores que hablan del mercado, cosas que ya no son discursos válidos en Argentina. No me divierte escuchar a un escritor diciendo “porque el mercado…”. Me resulta un poco irreal. Pero no se trata de afirmar o negar el mercado. La cuestión es convertirlo en un problema del discurso cultural: “hay que escribir para el mercado porque ya no se puede estar en la posición del escritor maldito que se encierra en la torre de marfil”. Reírse del romanticismo por medio de la aceptación de las reglas del mercado, más allá de que uno no vaya a abolir el mercado mediante ninguna actividad individual, me resulta aburrido como elemento de polémica cultural.