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La hipótesis que voy a aventurar es psicológica, pero quizás sea apropiada: la generación de los ’90 -y Casas como representante de ella— se desprecia a sí misma; está aburrida de sí misma; quisiera hablar en serio, pero no sabe cómo; en términos de Casas: quisiera ser Cortázar -o Faulkner o Sartre o Vargas Llosa- pero no puede. Ellos han elegido el barrio, el rock, las telenovelas, como su tierra de promisión. Anclados en un mundo adolescente, empastados por teorías que la mayoría de ellos comprendieron mal pero que los justificaban en su propia pobreza, ahora que son cuarentones sin profesión, ex rebeldes, ex contraculturales, con excesos rockeros sin glam, y el pobre éxito literario de estas pampas no les alcanza en verdad para nada, desesperan.
Se dirá que estoy haciendo una crítica externa, inatinente. Me permito señalar que coincido con el diagnóstico que sobre sí mismo y su generación da Casas: «Al octavo whisky lo llamo a mi amigo Santiago y le digo, medio llorando, medio exaltado: Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira [...]. Los escritores serios, los grandes gigantes, son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa!» Y es en virtud de ese viva la pepa que estos ensayos son publicados por Emecé, que Casas tiene su módico y merecido triunfo literario. Imagino que todo esto no es ajeno al nihilismo y la desesperación generacionales. Quisiesen ser grandes escritores -correr, al menos, el riesgo de serlo-, disfrutar -es decir, no “mirar de soslayo”- de los grandes escritores; no lo son, no lo hacen, y son conscientes de ello. Ensayos bonsai da cuenta de esta conciencia de inferioridad de la que hablo.